El día que cumplió 20 años, estaba en un avión rumbo a Francia. Isabel Aimé González Sola recuerda ese momento como una bisagra. Fue un 23 de octubre. La mendocina dejó atrás Chacras de Coria para probar suerte con un programa de intercambio anual que le ofrecía trabajo de niñera en Europa, un sueldo modesto y la posibilidad de aprender un idioma nuevo. Nunca se imaginó que aquel viaje era apenas el comienzo de un recorrido que, más de quince años después, terminaría con ella en un festival de cine internacional.
La primera parada fue Nantes, una ciudad “hermosa y gris” donde “llovía casi todos los días”. Isabel llegó a la casa de una familia de panaderos con tres hijos pequeños y una rutina implacable. “A las siete de la tarde bajaban las persianas y se acostaban, porque el padre se levantaba a las dos de la mañana para empezar a preparar el pan. La madre arrancaba a las cinco y yo, a las seis y media, para cambiarle los pañales a los mellizos y llevar al nene de tres años al colegio”, le cuenta a Infobae. “Los panaderos no tienen tiempo para nada: hacen una vida súper sacrificada. Entonces yo tenía que estar haciendo malabares porque era el brazo derecho de la familia. Todo iba muy rápido y en contra de lo que me había imaginado. ‘¿Cuándo va a llegar la vida?’, pensaba”.
Dominar el francés tampoco fue fácil. “Entendía apenas algunas palabras y eso me angustiaba. Lloraba todas las noches”, recuerda. Entre la rutina y el aislamiento, Isabel encontró un respiro. Todos los domingos se tomaba dos colectivos para llegar al centro de Nantes y sentarse en una sala de cine. “Una vez que salí de mirar una película y dije: ‘Este es el único lugar donde me siento bien. Es por acá’”. Esa certeza pronto marcó el rumbo de su vida.
¿Cómo fue que aquella joven que aterrizó en Nantes terminó convertida en una actriz que hoy protagoniza la película Las Corrientes, recientemente premiada en San Sebastián? Isabel dice que la respuesta está en su infancia. Aunque de chica jamás dijo “quiero ser actriz”, de alguna manera ya lo era. “Siempre tuve un mundo imaginario bastante fuerte. Me gustaba leer y mirar novelas a escondidas. Pasaba horas pensando qué le iba a pasar a la protagonista. Todo eso tenía que ver con fantasear otras vidas. Cuando empecé a estudiar actuación entendí que se trataba de eso: de dejar abierta esa parte que uno tiene más permeable en la infancia”, explica.
Una infancia “salvaje”
Isabel nació y creció en Chacras de Coria, Mendoza, en una familia numerosa y ensamblada. “Somos seis hermanos: todos de la misma madre, pero de distinto padre”, explica. En ese pequeño pueblo de Luján de Cuyo, los días parecían infinitos. “Tuve una infancia salvaje. Mucho tiempo libre, jugando con los perros y aburriéndonos”, recuerda. Como en su casa la televisión estaba restringida, se escapaba a lo de su vecina, Rosa, para mirar novelas mexicanas, que después analizaba con obsesión antes de dormir. “Me quedaba horas pensando ‘¿Qué le va a pasar a la protagonista?’. Le daba mucho espacio a las historias ficticias”, dice.
El ingreso al colegio primario marcó un quiebre. “Después de esa infancia tan libre, entrar a la escuela fue duro. Me resultó hostil tener que hacer tarea. Yo quería pasármela jugando en mi mundo imaginario y con mis hermanas”, cuenta Isabel. El secundario también le costó: pasó por cinco colegios hasta terminar en un nocturno. Lo único que mantenía en pie era el cine: “Pasaba horas mirando películas”.
La idea del viaje Francia apareció temprano. Su padre vivía en el exterior desde que ella era muy pequeña y eso le hizo saber que había otro mundo posible. A los 20 probó suerte unos meses en Buenos Aires, hasta que encontró el programa de intercambio que la llevó a Nantes. “A esa edad no le tenés miedo a nada. O capaz le tenés miedo a todo, pero es inconsciente. Me animé porque pensaba que la vida verdadera iba a empezar ahí. A los meses, toda esa rutina con la familia de panaderos empezó a parecerse más a la vida en un convento”, dice.
Esa insatisfacción la obligó a preguntarse qué era lo que realmente le hacía bien. La respuesta estaba clara: el cine. Esa revelación fue el primer paso: si el cine era refugio, ¿por qué no tomar clases de actuación? “Ahí arranqué a averiguar cómo hacer para empezar a estudiar teatro y me di cuenta de que era mucho más difícil de lo que yo pensaba. En Francia tenés que prepararte para una audición, entrar a una escuela por dos años y, después, a otra por tres más. Es muy académico”, cuenta. Aun así, lo intentó.
Odette, la mujer que la amadrinó
Cuando decidió empezar a estudiar teatro, Isabel lo tomó como “algo serio”. Lo primero que hizo fue buscar una maestra. Así llegó a Odette, una mujer de casi ochenta años que con una carrera artística más desarrollada en Bélgica. “La llamé por teléfono y me dijo: ‘Sí, ¿pero vos hablás francés?’. Le dije que sí, aunque apenas podía. Nos encontramos en un café que se llamaba Molière, y me propuso preparar unas escenas de Antígona —la tragedia de Sófocles— para que pudiera presentarme en una escuela”, cuenta.
Odette la recibió también en su casa, donde compartieron horas de ensayo en el living y conversaciones sobre la profesión. “Ella recordaba sus vivencias y yo proyectaba con los ojos abiertos. Odette me amadrinó un poco”, dice Isabel, que luego se presentó en el Instituto Superior de Bellas Artes de Besançon. “Fue rarísimo porque las escenas que había preparado no eran muy modernas: era como estaba actuando como en el siglo II y los del jurado se reían”. Al final, la admitieron y comenzó su formación actoral: dos años en Besançon y luego tres en Estrasburgo, con clases de teatro, canto, música e historia.
“Mientras estudiaba, mi papá me ayudaba económicamente. Si bien nos pagaban comida y alojamiento, siempre necesitás una mínima ayuda. Mucho no podía trabajar porque los horarios eran delirantes”, cuenta. Tras su egreso, y hasta que consiguió su primer trabajo como actriz, hizo de todo: fue profesora de español, probó otra vez como niñera y trabajó en comedores estudiantiles. “La gaviota de Chéjov fue mi primera obra. Y ahí medio que arranqué y no paré. En Francia, cuando sumás horas como actriz, el Estado te da un estatus: aunque no trabajes ese mes, recibís ayuda”, cuenta.
Entre sus recuerdos aflora un papel en una serie policial, donde interpretó a una mujer que estaba en prisión. “Como rodamos en una cárcel, aluciné con la sensación de actuar en espacios verdaderos y la sensación real de atravesar el peligro”, dice. Después llegaron más obras de teatro y, con ellas, la convicción de que había encontrado su lugar en el mundo. “El encuentro con el teatro fue mucho más fuerte que cualquier otra cosa. Me ocupó absolutamente todo el espacio y las ganas”, admite.
—“Las Corrientes” es tu primer protagónico en cine. ¿Antes habías hecho otras películas?
—Sí. Cuando egresé de la escuela filmamos una película totalmente punk con mis amigos, se llama El pequeño caos de Ana. Yo hacía de Ana. No teníamos un peso: nos prestaron un avión para rodar una escena, autos de carrera para hacer persecuciones, había tiros, armas… Fue todo a pulmón. Después vinieron muchas obras de teatro —ya perdí la cuenta— con compañeros de la escuela y directores que me audicionaban. Mi primera película “oficial” fue en realidad un papel mínimo, pero inolvidable: actué junto a Catherine Deneuve en Fête de famille (La fiesta de la familia). Mi rol era muy chiquito, pero estaba siempre ahí, viendo cómo trabajaba todo el elenco.
—La película se hizo en Suiza y en Argentina. ¿Qué fue lo más desafiante del rodaje?
—Hay una escena que filmé en el agua que fue tremenda. Estábamos en Suiza, nevaba, y el agua estaba superfría. Me entrené con un traje de neoprene, pero igual fue durísimo. Entraba y salía, iba a un sauna y volvía a meterme. Fue clave para que no me diera hipotermia. Y después estuvo el tema del acento: yo tengo muy marcado el mendocino y Lina, mi personaje, debía sonar porteña. Trabajamos mucho con Mariana Guerrero, coach vocal, para bajarlo.
—Parece increíble que todavía conserves el acento mendocino si hace más de 15 años que vivís en Europa.
—Es muy loco. Uno se puede olvidar de muchas cosas, pero el idioma de la infancia queda grabado. Esas primeras palabras, esos sonidos, son el origen de un montón de otras cosas que después se disparan en vos.
—En el Festival de San Sebastián, la película ganó el Premio RTVE Otra Mirada. ¿Cómo lo viviste?
—Fue Hermoso. No soy de estar pendiente de los premios, pero San Sebastián me conmovió. Vi películas que me encantaron, como Nuestra tierra de Lucrecia Martel. El festival me pareció un lugar perfecto para bautizar Las corrientes: el público fue muy afectuoso, sentimos mucho cariño. Antes habíamos ido al Festival de Toronto, pero fue distinto: yo no hablo inglés y me costó. Además, es una ciudad enorme, me sentí medio perdida. San Sebastián fue todo lo contrario.
—¿Cuál fue la reacción de tu familia?
—Mi mamá, Mercedes, viajó hasta San Sebastián con mi hermanita. Vengo de una familia muy amorosa y siempre estuve muy anclada a mis hermanos (Amparo, Rosario, Ana, Gregorio, Sol, Indiana y Alma) y a mis padres y sus parejas. Creo que mi madre solo me había visto en La gaviota, cuando recién salí de la escuela. Para ella también era importante porque gran parte de mi vida artística la hice en el anonimato y lejos de casa. En este momento tengo varias hermanas viviendo afuera y estamos todas repartidas. Mi padre, Gustavo, que pasó muchos años en el exterior, ahora está más en Francia, y me dijo que va a viajar a ver el estreno en Argentina.
—¿Soñás con un Óscar más adelante?
—No, no tengo el sueño del Óscar. Por estos días estoy escribiendo un proyecto con mi hermana y me encantaría filmar en Mendoza. Ser actor o actriz hoy es muy difícil, y tampoco sé si lo más sano es quedarse esperando un reconocimiento.