Hace 200 años, se celebraba el primer culto anglicano en Buenos Aires

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Interior de la catedral anglicana dedicada a San Juan Bautista. El primer oficio anglicano se realizó antes de la construcción de este templo que fue el primero protestante en el país

Tan acostumbrados estamos en Buenos Aires al pluralismo inmigratorio y a las genealogías cosmopolitas como núcleos productores y escaparates de la diversidad religiosa, que nos cuesta imaginar un tiempo largamente pasado, cuando ese fenómeno era una incipiente y quizá hasta escandalosa (o, por lo menos, sorprendente) novedad.

El ejercicio de “pensar” la historia de la religión y las congregaciones en nuestro país por fuera de la centralidad católica romana, a partir de las muchas efemérides alternativas pero netamente nacionales que van sumando ya dos siglos, permite descubrir nuevos horizontes de sentidos y visibilizar a esas minorías tempranamente migrantes, que también aportaron su cuota de valor (y no menor, por cierto) a la identidad argentina en el momento fundante de su carácter colectivo. He allí otra vertiente para el “constructo”, tan declamado en nuestra literatura sociológica, del “crisol” de razas, costumbres y creencias, cuyo germen ha de buscarse mucho antes de los procesos inmigratorios aluvionales y cuyo resultado permite dudar del mito de la nación católica.

La apertura a las ideas liberales y a modelos políticos de una más amplia tolerancia civil que empezó a verificarse a partir de la Revolución de Mayo, se acentuó sensiblemente en la llamada “época de Rivadavia”, que comienza con su desempeño como ministro de Martín Rodríguez, en 1822, y culmina en su cuestionable y malograda presidencia, entre 1826 y 1827.

Bernardino Rivadavia

Aquella ancestral uniformidad de las creencias religiosas, moldeada en la matriz dominante de la Iglesia Católica Romana (cuyas fiestas marcaban el compás del calendario y cuyas campanas señalaban las horas del día en la vida virreinal) y su unidad intrínseca con la Corona tras siete siglos de reconquista peninsular, se había impuesto como un hecho natural durante el período hispánico, cuando prácticamente todos los habitantes del territorio que luego fue la República Argentina provenían de linajes españoles (o italianos o portugueses) y profesaban coralmente aquella fe católica. No ha de olvidarse la prohibición de pasar a América que pesaba sobre moros y judíos; y más tarde, en tiempos de Carlos Iº o de Felipe IIº, las contiendas con los heterodoxos que formaban las filas del protestantismo y para quienes, a su turno, el Concilio de Trento había decretado su programa de condenas dogmáticas e interdictos canónicos de diversa índole.

Pero, entre nosotros y luego de las rupturas de 1810, la progresiva llegada y el avecinamiento de migrantes procedentes de naciones donde el catolicismo no era ni la religión oficial del Estado ni la iglesia mayoritaria (Inglaterra, Escocia, los Estados Unidos de Norteamérica, las repúblicas, ciudades libres y reinos alemanes, los países escandinavos, los Países Bajos etc.) provocó el primer agrietamiento de aquella unidad religiosa tan monolítica.

Los bastiones del fuerte de Buenos Aires vistos desde el río

Fueron los británicos, por integrar la colonia extranjera más temprana, más numerosa y más influyente en el comercio y la política exterior, quienes se adelantaron a reclamar ciertas libertades civiles que debían operar en los contornos socio culturales del mundo mercantil, y sin cuya garantía se hacía muy difícil el arraigo de los extranjeros en el país de adopción. Para ello, era necesario un instrumento de derecho público capaz de asegurar la libertad de creencias religiosas traídas como bagaje identitario desde la patria de origen, incluso en abierta disidencia con la Iglesia Católica Romana.

Más aún, si los gobiernos independientes se proponían atraer a los migrantes para utilizarlos como fuerza laboral (de ahí la creación de las llamadas “comisiones de emigración”, y la figura de los “agentes inmigratorios”, que reclutaban familias en la Europa protestante) y muy especialmente en el modelo de “colonias agrícolas” (como la colonia de escoceses de Santa Catalina en los confines de las Lomas de Zamora, o la frustrada colonia de alemanes en la Chacarita, ambas del año 1825), entonces debían ser ofrecidas unas condiciones de perfecta adaptabilidad al medio local que no privaran a los migrantes de su propia fortaleza identitaria. De nada valía convocarlos, como dijo Alberdi, si luego se les impedía practicar su religión o educar a sus hijos según el idioma y las costumbres de origen.

Retrato de un extranjero en Buenos Aires. Dibujo de Macaya

El Tratado con Gran Bretaña del año 1825

En febrero de 1825 fue celebrado un Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y Gran Bretaña. Fue el primer tratado internacional firmado por el gobierno argentino que serviría para una más intensa penetración económica británica, a causa de su ilusoria cláusula de reciprocidad en el tonelaje marítimo. Curiosamente, las provincias no advirtieron la previsible ruina futura de sus economías, derivada de aquella desigualdad de trato entre una potencia imperial desarrollada y un país nuevo, dependiente y quebrado por la guerra. En cambio, en la mayoría de los casos, los delegados del interior ante el Congreso prefirieron entretenerse en objetar lo que fue calificado de “sacrílega” innovación en materia de cultos, que era la cláusula de tolerancia.

En efecto, el artículo 12º del acuerdo estipulaba: “Los súbditos de S.M.B. residentes en las Provincias Unidas del Río de la Plata no serán inquietados, perseguidos ni molestados por razón de su religión, gozarán de una perfecta libertad de conciencia en ellas, celebrando el oficio divino, ya dentro de sus propias casas, o en sus propias y particulares iglesias o capillas, las que estarán facultados para edificar y mantener en los sitios convenientes que sean aprobados por el Gobierno de las dichas Provincias Unidas; también será permitido enterrar a los súbditos de S.M.B. que muriesen en los territorios de las dichas Provincias Unidas, en sus propios cementerios que podrán del mismo modo libremente establecer y mantener.

Esta breve obra es un registro en favor de la memoria identitaria de los anglicanos de Buenos Aires

Comenzaba, así, el ciclo de una diversidad religiosa visible y pública, amparada ahora por el derecho de gentes y su concreta recepción en un compromiso jurídico internacional, asumido por el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Era, sin dudas, un nuevo paradigma en la materia, ya que, como dijo el cronista de “Cinco años en Buenos Aires”, a partir de entonces los protestantes pudieron edificar sus iglesias y ello fue un triunfo sobre los antiguos prejuicios, ya que antes del Tratado sólo se permitían los templos católicos romanos.

Con todo, ¿quizá los anglicanos pudieron ser considerados por la porción más liberal de la sociedad porteña como un grupo religioso per se, que poseía un capital espiritual legitimado por su adherencia a la monarquía británica? Otro tanto cabría preguntarse en atención a esa mezcla reformada de luteranismo y calvinismo que representó, años más tarde, la Congregación Evangélica Alemana en Buenos Aires.

Extranjero en Buenos Aires en época rivadaviana. Dibujo de Macaya

El precepto de la tolerancia religiosa y sus fuentes ideológicas

Si indagáramos en las fuentes ideológicas más remotas de esta novedosa preceptiva civil, deberíamos poner la mirada en la “Carta sobre la Tolerancia” del filósofo y médico inglés John Locke, publicada en latín en Holanda en 1689 y, ese mismo año, en inglés (“A Letter concerning Toleration”).

Aquel texto (que no debe confundirse con un anterior “Ensayo” sobre el mismo tema y del mismo autor, aunque con un prisma bien diferente) era el fruto de una reflexión de más de tres décadas, y es evidente que la intención de Locke fue apoyar con sólidos argumentos la resistencia de los disidentes en suelo británico (un 10% de la población, que sufría reiteradas persecuciones estatales) ante la pretensión del gobierno inglés de imponer el anglicanismo como la única religión permitida. Vale decir, una situación inversa respecto de lo que había ocurrido en los dominios de España, donde los protestantes quedaban impedidos de practicar públicamente su regla de fe y su liturgia a causa de la hegemonía oficial del catolicismo romano.

El filósofo y médico inglés John Locke, autor de la “Carta sobre la Tolerancia”

La tesis de Locke es una defensa política del derecho a disentir en materia religiosa y a congregarse en asambleas eclesiásticas (que eran siempre sospechadas de conspiradoras) en tanto no se alterara la paz social, cuya salvaguarda era competencia a los magistrados, ya que la base iusnaturalista de esta tolerancia es el derecho que todo ser humano tiene de venerar a su Dios en la forma que mejor le cuadre. Decía Locke que “no está en manos del magistrado prohibir los ritos sagrados de cualquier iglesia…”

En consecuencia, puede decirse que desde las argumentaciones de Locke, en el ambiente intelectual británico (y más allá también), la tolerancia comenzó a ser estimada cada vez menos como un problema del Estado y cada vez más como un derecho humano inalienable: “Las opiniones especulativas y el culto divino tienen derecho absoluto y universal a la tolerancia”.

Los términos que utiliza el Tratado anglo-rioplatense en su artículo 12º (que los súbditos británicos protestantes no serán inquietados, perseguidos ni molestados) resuenan con el eco de aquellas ya remotas y superadas jornadas de persecución religiosa en Inglaterra, y no menos que con el espectro de los tiempos inquisitoriales (aunque con frecuencia exagerados por la historiografía liberal) del ciclo hispánico en América.

En suma, como había escrito Locke, “el magistrado no tiene ningún poder para hacer algo respecto al bien de las almas humanas o a sus intereses en la otra vida” y sólo se le ha conferido autoridad para velar por la paz social.

La catedral anglicana dedicada a San Juan Bautista fue un logro de la colectividad protestante angloparlante. El edificio fue proyectado por Richard Adams

La llegada del Reverendo John Armstrong, primer clérigo anglicano

En agosto de ese mismo año, tras dos meses de travesía, llegó a Buenos Aires, enviado por la “Sociedad Bíblica” y munido de Biblias en inglés, español y alemán, el Reverendo John Armstrong, ex capellán en Honduras Británica (o Belice) y destinado a ser el primer capellán oficial de los residentes británicos pertenecientes a la Iglesia de Inglaterra. Su viaje ponía a prueba un nuevo sistema de distribución de la Biblia, ahora a través de agentes o delegados regionales en vez de vendedores ambulantes.

Es plausible dar crédito, además, a una versión de vieja data (que recogió el doctor J.J.J. Kyle de boca del pastor Robert Hudson allá por los años de 1860), según la cual también habría cooperado con el emisario la “Sociedad para el Conocimiento Cristiano”, aportando los “Prayer Books” que los anglicanos de Buenos Aires reclamaban.

La recova vieja en la Plaza Mmayor, mercado y punto neurálgico del comercio minorista de la época

Armstrong había nacido en 1787 en Prittlewell, Essex (Inglaterra), estudió su bachillerato en Artes en Cambridge, y había trabajado como diácono en Bedfordshire. En 1812 fue ordenado presbítero por el obispo de Londres en la real capilla del Palacio de St. James.

La Sociedad Bíblica reconocía al Reverendo Armstrong como su “agente” para Sudamérica, con un itinerario que, partiendo desde Inglaterra, debía llevarlo primero a La Guayra (cerca de Caracas), y luego a Buenos Aires, Chile y Perú, para regresar a su patria vía Colombia.

Al momento de partir de Plymouth, el 8 de junio, había escrito que apenas tuvo tiempo de confiar en que el Señor iba a favorecer su viaje y a bendecir su tarea, sabiendo que contaba con las oraciones de quienes apoyaban su misión. Pero, expresaba que su fe radicaba, sobre todo, en las promesas de aquella Palabra Divina que él se proponía poner en circulación a través de las Biblias. Y, de hecho, pedía ese soporte de Dios, desde el momento en que confesó haber hecho el enorme sacrifico de separarse, momentáneamente, de su mujer (Elizabeth Damont) y sus seis hijos.

Apenas llegado a esta capital y recomendado por una carta de Lord Bexley, tomó contacto con el Encargado de Negocios de Su Majestad, que era el inquieto Woodbine Parish, y con otros influyentes comerciantes británicos residentes en Buenos Aires, todos ellos interesados tanto en sus negocios, como en el progreso moral y religioso de la incipiente república, que, al compás de los aires liberales de la época de Rivadavia, se iba despojando del monopolio eclesiástico de la Iglesia Católica Romana.

Procesiones de Semana Santa en la Buenos Aires colonial

Pronto, y ante la certeza de su corta estadía (porque su misión como agente bíblico era apenas una visita que debía durar pocas semanas), decidió que sus días domingos no fueran del todo ociosos y se ofreció para celebrar cultos en inglés, ante el representante de la Corona, quien aceptó. Una modesta capilla fue preparada para ese propósito y allí se lo pudo ver y oír a Armstrong por vez primera en función de celebrante, como relataremos en seguida.

Aunque la colectividad inglesa quedó de entrada encantada con el clérigo de casi 40 años y quería retenerlo aquí como su capellán (recuérdese que era el primer clérigo anglicano que llegaba al Plata), el reverendo no apuró su decisión y guardó silencio por varios días, al cabo de los cuales, tras una madurada reflexión y las previsibles plegarias, accedió. Si bien aceptaba la capellanía y pedía un ayudante, no abandonaba su cometido primario, que era la promoción de la Biblia.

Ciertamente, aquella colectividad británica mayormente protestante que integraban más de tres mil personas no disponía de lugares para el culto público, de modo que, como lo consignó Woodbine Parish en una carta a George Canning, los Bautismos, Matrimonios y Funerales se cumplían de un modo irregular. Sólo desde 1821 se administraba un pequeño cementerio protestante en la zona del Retiro, al lado de la iglesia del Socorro, donde pudieron cumplirse los entierros según la propia tradición reformada y evitando apelar a subterfugios para lograr la admisión de los “herejes” difuntos en los camposantos parroquiales católicos.

Ubicación del polígono del Cementerio Protestante

El primer servicio según la liturgia anglicana

Con el establecimiento de Armstrong, los oficios de los protestantes británicos comenzaron a celebrarse de un modo regular y según el propio rito.

El primer servicio protestante británico fue oficiado al amparo del artículo 12º del Tratado por el Reverendo Armstrong, hace exactamente doscientos años, el 25 de setiembre de 1825, en el local de lo que había funcionado antaño como oratorio jesuita, convertido para entonces en la “Sociedad Filarmónica”, y cuya propiedad pertenecía al señor José María Coronel, en el nº 161 de la calle que, desde 1822, se llamaba Potosí (antes se había denominado San Juan Bautista, San Carlos y Álzaga, y hoy es Alsina), una arteria al sur de la Plaza Mayor, de más de veinte cuadras, que nacía en el Bajo.

La calle antes llamada Potosí en un plano antiguo de la Capital

Era apenas un pequeño salón que el gobierno autorizó para acondicionar como capilla (se la bautizó como British Episcopal Chapel), ya que aún no se había erigido en Sudamérica ningún templo que no fuera católico romano, a excepción de la muy modesta capilla funeraria del cementerio del Socorro, cuyo uso quedaba acotado exclusivamente al ceremonial de difuntos.

Como señaló la historiadora Maxine Hanon, la capilla de la calle Potosí se alquilaba mediante una suscripción. Esta modalidad de comenzar a instalar las congregaciones en comodidades modestas, alquiladas mediante el óbolo regular de la incipiente feligresía, fue característica del protestantismo local en todas sus variantes, quizá a diferencia de la Iglesia Católica, que solía gozar de otros beneficios (incluidos los favores oficiales) y de patronos más pudientes.

Aún en la previsible modestia de este primer edificio para el culto (sobre todo si se lo compara con los templos coloniales del centro de la ciudad y, en especial, con los más cercanos que eran el de los franciscanos, el de los dominicos y el antiguo templo ignaciano de los padres jesuitas), la colonia angloparlante vino a poner en crisis la percepción del “monopolio eclesiástico”, plasmado como presencia excluyente en el espacio social urbano. Porque en una comunidad todavía atada a los modismos aldeanos o semi aldeanos, como debía ser Buenos Aires, nadie iba a ignorar que allí se celebraban oficios con un ritual diferente y en un idioma que no era el latín esclerotizado de la liturgia romana, sino el inglés dinámico del moderno comercio portuario.

Antes de la llegada de Armstrong, los anglicanos no tenían otro recurso nupcial que ser casados por los capitanes a bordo de algún buque inglés

El lugar fue refaccionado por un albañil de apellido Welsh, mientras la carpintería fue ejecutada por MacKenzie, Edgar & Black. Había dos guardianes (“churchwarden”) y una organista llamada Mary Robinson. Este último dato es relevante en cuanto al rol que las mujeres podían cumplir, ya en aquella época, en los oficios anglicanos, y teniendo en cuenta la importancia que el culto protestante le atribuye a la música como medio de alabanza a Dios y como recurso para potenciar la oración y la participación de la asamblea. Cuesta imaginar a una mujer organista en una iglesia católica en 1825.

Aquel día se rezó una plegaria por el gobierno de Buenos Aires y, como escribió Woodbine Parish a Canning, hubo en la ceremonia una muy numerosa congregación de súbditos de la Corona británica. En ese mismo acto la comunidad terminó de convencerse de que Armstrong (que en el ínterin de su estadía ya había bautizado, casado y sepultado a angloparlantes protestantes, quienes, antes de su llegada como señaló Michael Mulhall en “The English in South America”, no tenían otro recurso nupcial que ser casados por los capitanes a bordo de los buques de la estación naval inglesa) debía permanecer como su capellán.

La afluencia de extranjeros atraídos por las perspectivas del libre comercio dio origen a las primeras crónicas de los viajeros ingleses

El delicado desempeño de Armstrong fue elogiado desde el comienzo en los despachos diplomáticos de la Legación inglesa, poniendo el acento no sólo en su labor pastoral, sino también desde el punto de vista de la identidad británica de la cual era un portador privilegiado. Se lo estimó como una persona “prudente, amable y piadosa”.

Naturalmente, la novedad del rito anglicano y su primer espacio ritual en Sudamérica despertaba un marcado interés en la población nativa, lo cual motivaba un mayor empeño en que el culto fuera celebrado del modo más digno. Armstrong poseía las cualidades para lograr ese decorum litúrgico.

Como reveló la citada historiadora Maxine Hanon, al poco tiempo llegó la familia del clérigo (su mujer y cuatro de sus hijos) y establecieron su primer domicilio en el barrio del cementerio protestante, cuyo servicio de capellanía quedó a su cargo, conviviendo allí con tres personas de servicio venidas de Inglaterra y un sirviente o esclavo pardo.

Recién en 1830 los residentes británicos anglicanos (entre los cuales también había algunos congregados norteamericanos, pues, como se lee en la crónica “Cinco años en Buenos Aires”, era muy difícil distinguir a los ingleses de los norteamericanos, y lo mismo le cabía a los alemanes de entonces) recibieron en cesión, de parte del gobierno de Rosas, un terreno de 21 varas con frente a la calle 25 de Mayo, por 60 varas de fondo, en la manzana de los mercedarios, donde, desde 1831, pudieron contar con una iglesia más amplia y apropiada, proyectada por el arquitecto escocés Richard Adams (la actual catedral dedicada a San Juan el Bautista, llamada en su origen Iglesia Episcopal Británica San Juan el Bautista y declarada Monumento Histórico Nacional en el año 2000).

La Catedral Anglicana en la actualidad. Allí se conmemorará hoy el 200 aniversario del primer culto protestante en Buenos Aires (Fuente)

Armstrong fue muy respetado en el medio local y tuvo parte activa en el logro del templo monumental definitivo y en la organización de las instituciones anglicanas dedicadas al culto, la educación, la lectura y la tarea social. Dejó Buenos Aires para siempre en 1842, con rumbo a Montevideo y, luego, a Norteamérica. Siempre al servicio de la Iglesia Anglicana, murió en Canadá en 1865.