
Es un día extraño en Argentina. Es feriado. No hay ni programas de televisión ni radios que pasen música alegre: todo está teñido de negro, desde la mañana se escuchan las campanas de las iglesias tocando a difuntos. Toda la familia se enluta y obligatoriamente se encamina al cementerio. Es una muchedumbre imposible de contar. Los floristas son los únicos que tienen sonrisas en sus rostros.
Esta era la visión de hace 50 años en casi toda la Argentina cada 2 de noviembre. Hoy es distinto. Ni mejor, ni peor, diferente.
El Día de Todos los Difuntos, conocido también como la “Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos”, representa una de los recordatorios más solemnes y profundas dentro del calendario litúrgico de la Iglesia Católica. Celebrado anualmente, este día está dedicado exclusivamente a la oración por las almas de los fallecidos, especialmente aquellas que, según la doctrina católica, se encuentran en el estado de purificación conocido como purgatorio.
A diferencia de celebraciones más festivas asociadas con la muerte en otras culturas, como el Día de los Muertos en México, que incorpora elementos prehispánicos llenos de color, música y ofrendas vibrantes, la tradición católica enfatiza un enfoque más introspectivo y espiritual. Se trata de un acto de misericordia espiritual, donde los vivos interceden por los muertos mediante oraciones, misas y visitas a los cementerios, ayudando a las almas a alcanzar la plena comunión con Dios en el cielo. Esta celebración no solo es un recordatorio de la mortalidad humana, sino también una afirmación de la esperanza de los cristianos en la resurrección y la vida eterna, principios fundamentales de esa fe. En el contexto global, el Día de Todos los Difuntos se entrelaza con el Día de Todos los Santos, celebrado el 1 de noviembre, formando un binomio que honra tanto a los santos glorificados como a los difuntos que aún necesitan purificación. Esta conexión litúrgica subraya la “comunión de los santos”, un dogma católico que une a la Iglesia militante (los vivos en la Tierra), la Iglesia purgante (almas en el purgatorio) y la Iglesia triunfante (santos en el cielo).

En Argentina, un país con una fuerte herencia católica heredada de la colonización española y enriquecida por olas migratorias europeas, esta celebración adquiere dimensiones locales únicas. Sin embargo, estas prácticas se revelaban en profundas desigualdades sociales: las diferencias entre los cementerios de los ricos, como el de la Recoleta en Buenos Aires, y los de los pobres, como partes de Chacarita o Flores, destacan cómo incluso en la muerte persisten las divisiones de clase. En los primeros, el lujo y la ostentación dominan; en los segundos, la comunidad y la simplicidad prevalecen, a veces con toques de tradiciones de pueblos originarios o inmigrantes.
Además, para comprender plenamente esta celebración en el contexto argentino, es esencial recorrer la historia de cómo se ha enfrentado la muerte en Buenos Aires, desde los tiempos del Virreinato del Río de la Plata hasta la era contemporánea. Esta evolución refleja cambios en las prácticas funerarias: de entierros religiosos en iglesias a cementerios públicos seculares, influenciados por epidemias, reformas liberales y transformaciones culturales. Epidemias como la fiebre amarilla de 1871 o la reciente pandemia de COVID-19 han marcado hitos en esta historia, alterando rituales y percepciones de la muerte.
Los rituales mortuorios en Buenos Aires es un reflejo fiel de la evolución social, cultural y sanitaria de la ciudad, desde sus orígenes coloniales hasta la modernidad. Durante el período del Virreinato del Río de la Plata (1776-1810), las prácticas funerarias estaban profundamente arraigadas en las tradiciones católicas españolas, donde la muerte se concebía como un proceso ritualizado que unía lo sagrado con lo social. Los entierros se realizaban principalmente intramuros, es decir, dentro de las iglesias o en sus atrios y campos santos adyacentes, simbolizando la convivencia eterna entre vivos y muertos. Esta costumbre, heredada de los primeros siglos del cristianismo, garantizaba que los difuntos permanecieran cerca de la comunidad religiosa, pero también reflejaba estrictas jerarquías sociales: los clérigos, nobles y donantes adinerados eran sepultados cerca del altar mayor, en posiciones privilegiadas que aseguraban oraciones constantes, mientras que los pobres, esclavos y marginados eran relegados al fondo de la nave o incluso fuera de los muros, en terrenos menos sagrados.

Los velorios se llevaban a cabo en el hogar del fallecido y duraban hasta tres días, con rezos, llantos y la presencia de familiares y vecinos. Los cortejos fúnebres eran públicos y jerárquicos: para virreyes y altos funcionarios. Se organizaban procesiones pomposas con magistrados, clero y multitudes, recorriendo calles principales adornadas con telas negras y antorchas. En contraste, los entierros de los pobres eran discretos, por vías secundarias, sin mayor ostentación. El luto era riguroso, especialmente para mujeres, con vestimenta negra obligatoria por meses o años, y restricciones sociales que reforzaban el duelo colectivo. Supersticiones coloniales, como cubrir espejos para evitar que el alma quedara atrapada, persistían, integrando elementos indígenas y africanos en barrios populares.
Con la independencia de 1810 y las reformas liberales de la década de 1820, las prácticas funerarias comenzaron a secularizarse, impulsadas por preocupaciones higiénicas y el racionalismo ilustrado. Bernardino Rivadavia, como ministro de gobierno, prohibió en 1822 los entierros intramuros para prevenir epidemias, expropiando tierras de los frailes recoletos para crear el primer cementerio público: el Cementerio del norte o Recoleta. Este espacio, inaugurado por el gobernador Martín Rodríguez, marcó un quiebre: la muerte se desplazó fuera de la ciudad, promoviendo la higiene y reduciendo el control eclesiástico. Inicialmente destinado a todos, Recoleta pronto se elitizó, atrayendo a familias acomodadas con mausoleos grandiosos. En diciembre de 1820, la comunidad británica ya había establecido su propio cementerio disidente, reflejando la diversidad religiosa post-colonial. Estas reformas modernizadoras alteraron los ritos: los velorios se acortaron, y los cortejos se simplificaron, aunque mantuvieron elementos públicos para figuras políticas.

El siglo XIX estuvo marcado por crisis sanitarias y cambios culturales. La epidemia de fiebre amarilla de 1871, que cobró 14.000 vidas en Buenos Aires, colapsó el sistema: Recoleta se saturó, llevando a la apertura apresurada del Cementerio de la Chacarita en tierras altas, inicialmente para víctimas pobres. Diseñado por Juan Antonio Buschiazzo, Chacarita se convirtió en el cementerio más grande de la ciudad (95 hectáreas), con secciones para inmigrantes y clases bajas, incluyendo panteones para asociaciones como actores y músicos; cuerpos militares y asociaciones de socorros mutuos de diferentes comunidades. Esta catástrofe aceleró la secularización, con entierros masivos y traslados de restos a osarios. Culturalmente, surgió la fotografía post-mortem desde los 1840 hasta principios del XX, una práctica importada de Europa donde se retrataba a difuntos como si durmieran, especialmente niños, para preservar su memoria en álbumes familiares.
En el siglo XX, las prácticas se modernizaron aún más. En 1903, se inauguró el primer crematorio en Chacarita, respondiendo a corrientes higienistas y laicistas, aunque inicialmente resistido por la Iglesia. Durante la dictadura militar (1976-1983), la muerte adquirió un matiz trágico con los “desaparecidos”: miles fueron torturados y eliminados en centros clandestinos como la ESMA, sin entierros ni rituales, dejando un vacío en la memoria colectiva. Hoy, sitios como el “Parque de la Memoria” honran a las víctimas, transformando el duelo en acto político. En la actualidad, los cementerios tradicionales como Recoleta y Chacarita enfrentan abandono y saqueos, mientras proliferan “cementerios parque” ecológicos para clases medias, enfatizando el verde y ocultando la muerte con lápidas planas. La cremación representa cerca del 50% de los casos, acortando velorios a horas o haciéndoles inexistentes. La pandemia de COVID-19 (2020-2022) revolucionó los ritos: restricciones sanitarias impulsaron velorios virtuales vía Zoom, entierros sin familiares y cremaciones obligatorias, resaltando la fragilidad moderna.

El 2 de noviembre de 2023, el Papa Francisco en su homilía recordaba que: “Memoria de aquellos que nos han precedido, que han transcurrido su vida, que han concluido esta vida; memoria de tanta gente que nos hace bien: en familia, entre los amigos… Y memoria también de aquellos que no han logrado hacer tanto bien, pero han sido recibidos en la memoria de Dios, en la misericordia de Dios. Es el misterio de la gran misericordia del Señor. Y después esperanza. La de hoy es una memoria para mirar adelante, para mirar nuestro camino, nuestra senda. Nosotros caminamos hacia un encuentro, con el Señor y con todos. Y debemos pedir al Señor esta gracia de la esperanza: la esperanza que nunca decepciona nunca; la esperanza, que es la virtud de todos los días que nos lleva adelante, nos ayudar a resolver los problemas y a buscar los caminos de salida. Pero siempre adelante, adelante. Esta esperanza fecunda, esa virtud teologal de todos los días, de todos los momentos: la llamaré la virtud teologal “de la cocina”, porque está a mano y viene siempre en nuestra ayuda. La esperanza que no decepciona: vivimos en esta tensión entre memoria y esperanza”.
Ir al cementerio interpela. Lo natural de la muerte es incómoda a la sociedad del siglo XXI. La oculta, y al morir, nada queda de la persona fallecida: prácticamente no hay fotos en las casas que recuerden su paso por esta vida, en portarretratos o pinturas; no hay velorio (es algo antiguo y retrógrado); se lleva el cuerpo del difunto al cementerio solo para ser incinerado y sus cenizas tiradas al viento, o al mar o en algún cinerario donde se mezclará en un anonimato sin siquiera una pequeña placa que al menos recordara su nombre. Y si va a un cementerio parque, solo será una pequeñísima placa de mármol con su nombre en la tierra. No habrá tiempo ni de luto ni de duelo. ¿Por qué ocurre todo esto? Porque la muerte es lo único real que sabemos que ocurrirá en el futuro: somos conscientes de nuestra finitud, somos conscientes de que un día no estaremos y el negarla parece que es un exorcismo para que no exista. Desde los más poderosos hasta los más humildes deberán transcurrir por este “paso”.
Jorge Manrique fue un poeta, militar y noble castellano del siglo XV que participó activamente en la política y las guerras de su época, como las que apoyaban a Isabel la Católica. Dejó las “coplas a la muerte de su padre”: “Este mundo es el camino/para el otro, que es morada sin pesar/ más cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar / Partimos cuando nacemos / andamos mientras vivimos / y llegamos al tiempo que fenecemos; así que, cuando morimos, descansamos. /…/ Ved de cuán poco valor son las cosas tras que andamos / y corremos, que en este mundo traidor / aun primero que muramos / las perdemos. De ellas deshace la edad / de ellas casos desastrados que acaecen, de ellas, por su calidad / en los más altos estados desfallecen…”.
En este día vale la pena recordar lo que se dice el miércoles de ceniza: “Recuerda hombre que eres polvo; y en polvo te convertirás” (memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris).


